A esta altura del partido,
debería confesárselo,
sin ningún temor, qué más da.
Me acuesto pensándola
y me levanto con ella
instalada en mi cabeza.
Debería abrazarla
hasta partirla,
como casi lo hice
más de una vez,
o gritarle, de cerca
lo mucho que la extraño.
Debería, podría, intentaría
gritaría pero... no puedo.
La vergüenza,
la maldita vergüenza,
puede más que mil palabras.
Por eso seguiré,
como desde hace muchos años,
escribiendo poesías en silencio...
solo para ella.
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